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Cuando nos adentramos en un bosque, paseamos por la costa o simplemente charlamos con personas del lugar, es habitual oír nombres como “laurel de montaña”, “sabina”, “culantrillo” o “lagarto verdinegro”. Son palabras que suenan familiares, con historia, y que a menudo evocan paisajes, costumbres o saberes tradicionales. Estos son los nombres vernáculos, los nombres que la gente común ha dado durante siglos a las plantas y animales que conoce y con los que convive.

Pero en el mundo científico, esos nombres no bastan. Un “tejo” en España puede ser otra cosa en América Latina, y un “roble” puede designar distintas especies según el país o incluso según la comarca. Para evitar confusiones, la ciencia ha creado un sistema universal: los nombres científicos, en latín, únicos para cada especie. Así, Taxus baccata es el tejo de nuestros bosques, y se llama así lo mismo en Asturias que en Japón.

Ambos tipos de nombres tienen su valor. El vernáculo nos conecta con lo cotidiano, con la tradición y con la forma en que cada cultura ve e interpreta la naturaleza. El científico nos garantiza precisión, claridad y comunicación entre personas de todo el mundo, sin malentendidos. No se trata de oponerlos, sino de entender que uno nace de la experiencia y la cercanía, y el otro del conocimiento sistemático. Y cuando los dos se encuentran, el conocimiento se enriquece. Porque la ciencia también empieza con un nombre que alguien le susurró a una flor o a un ave, hace mucho tiempo, en su lengua materna.